Tamara Arze, que despareció al año y medio de edad, no fue a
parar a manos militares. Está en un pueblo suburbano, en casa de la buena gente que la recogió
cuando quedó tirada por ahí. A pedido de la madre, las Abuelas de Plaza de Mayo emprendieron
la búsqueda. Contaban con pocas pistas. Al cabo de un largo y complicado rastreo, la han encontrado.
Cada mañana, Tamara vende querosén en un carro tirado por un caballo, pero no se queja de
su suerte; y al principio no quiere ni oír hablar de su madre verdadera. Muy de a poco las
abuelas le van explicando que ella es hija de Rosa, una obrera boliviana que jamás la abandonó.
Que una noche su madre fue capturada a la salida de la fábrica, en Buenos Aires...
Del libro Mujeres
Rosa fue torturada, bajo control de un médico que mandaba parar, y violada,
y fusilada con balas de fogueo. Pasó ocho años presa, sin proceso ni explicaciones, hasta que
el año pasado la expulsaron de la Argentina. Ahora, en el aeropuerto de Lima, espera. Por encima
de los Andes, su hija Tamara viene volando hacia ella.
Tamara viaja acompañada por dos abuelas que la encontraron. Devora todo lo que
le sirven en el avión, sin dejar una miga de pan ni un grano de azúcar.
En Lima, Rosa y Tamara se descubren. Se miran al espejo, juntas, y son idénticas:
los mismos ojos, la misma boca, los mismos lunares en los mismos lugares.
Cuando llega la noche, Rosa baña a su hija. Al acostarla, le siente un olor
lechoso, dulzón; y vuelve a bañarla. Y otra vez. Y por más jabón que le mete,
no hay manera de quitarle ese olor. Es un olor raro... Y de pronto, Rosa recuerda. Éste es el olor de
los bebitos cuando acaban de mamar: Tamara tiene diez años y esta noche huele a recién nacida.