El catecismo me enseñó, en la infancia, a hacer el bien por conveniencia
y a no hacer el mal por miedo.
De El libro de los abrazos
Dios me ofrecía castigos y recompensas, me amenazaba con el infierno y me
prometía el cielo; y yo temía y creía.
Han pasado los años. Yo ya no temo ni creo. Y en todo caso, pienso, si
merezco ser asado en la parrilla, a eterno fuego lento, que así sea. Así me salvaré del purgatorio,
que estará lleno de horribles turistas de la clase media; y al fin y al cabo, se hará justicia.
Sinceramente: merecer, merezco. Nunca he matado a nadie, es verdad, pero ha
sido por falta de coraje o de tiempo, y no por falta de ganas. No voy a misa los domingos, ni en
fiestas de guardar. He codiciado a casi todas las mujeres de mis prójimos, salvo a las feas, y por
tanto he violado, al menos en intención, la propiedad privada que Dios en persona sacralizó en las
tablas de Moisés: No codiciarás a la mujer de tu prójimo, ni a su toro, ni a su asno... Y por si
fuera poco, con premeditación y alevosía he cometido el acto del amor sin el noble propósito de
reproducir la mano de obra. Yo bien sé que el pecado carnal está mal visto en el alto cielo; pero
sospecho que Dios condena lo que ignora.