- Usted me mira como si yo estuviera loco. No estoy loco. Soy diferente, eso es todo. Creo en la ciencia tanto como usted y lo que le he dicho es muy científico. Estoy de acuerdo con usted y con su Darwin: la evolución de las especies es un hecho. Sólo me permito añadir que es un hecho poético, porque poético es el azar de las mutaciones... Déjeme hablar. Escúcheme.
Sé que algunos animales evolucionaron hasta desarrollar alas porque el vuelo los beneficiaba. Reptiles aprendieron a volar. Los dinosaurios se extinguieron pero de ellos quedan los pajaritos que revolotean en nuestros jardines. La gente dice que venimos de mamíferos que no se hubieran beneficiado con alas; que la selección natural no seleccionó alas para nosotros y por eso la levitación no está entre las posibilidades humanas. La gente se equivoca. Yo, por lo menos soy humano y terrestre pero también aéreo. No me mire así. Para mí no vale la vieja definición de hombre: "animal bípedo implume". Bípedo, sí. ¡Qué maravilla, el tener dos piernas! El 6 de enero los Reyes Magos ponen juguetes en las medias de los niños pero a mí en las medias me pusieron dos piernas milagrosas. Bípedo, pero cuando niño descubrí que mis dos piernas eran leves como plumas y a veces las sentía vibrar como alas. Se estiraban hacia arriba sosteniendo y alzando mi cuerpo. No solamente las piernas tiraban para arriba. En la mirada se me juntaban todas las cosas que subían. Las paredes, el poste, la chimenea con su columna de humo, el árbol que con una rama apuntaba a las nubes, nubes que no eran un techo que me cubría sino un piso sobre el que se levantaba un mundo sin hombres. Hasta veía que en las calles, mezclados con los hombres, andaban ángeles extraviados, un poquito flotantes, con ganas de irse por el aire.
Le voy a contar una experiencia más extraordinaria que la de ningún soñador. La recuerdo bien porque está asociada con el recuerdo de mi madre. Mi madre me había dicho que con fe uno puede mover montañas. Miré las sierras de mi Córdoba y comprendí que yo nunca tendría la fe suficiente para moverlas. Pensé en cambio que quizá pudiera juntar la fe necesaria para moverme a mí mismo, hacia arriba. Es decir, para volar. Yo había volado la noche anterior, en sueños, pero la gracia estaría, pensé, en volar bien despierto a pleno sol y a la vista de los vecinos. De pie como un árbol más en la loma de nuestra huerta, con los ojos cerrados y la frente en alto, junté las fuerzas de la fe y recé como mamá me había pedido que rezara: "Creo, creo, creo". Aun no creía pero tenía que creer. Era necesario que creyese para poder volar. Y empecé a creer. Me convencí. Creí. Ascendería sin necesidad de alas. La distancia entre mis pies y el suelo aumentaría, seguiría aumentando, más, más, y me desterraría de la Tierra. De un momento a otro con una flexión de piernas saltaría y volaría. Volaría por encima de los techos de la ciudad y de las cumbres de la sierra. Por un instante, con levedad de mariposa, me posaría en la aguja del capitel de la iglesia. Desde arriba contaría en el bosque los huevitos en cada nido de gorriones y espiaría en las calles los pasos pesados de los transeúntes. Atravesaría la nube que me diera la gana... ¡y al cielo! Sí. creí firmemente, como mamá me dijo que había que creer. Apreté los puños, apreté los párpados. Contaría hasta tres, listo para arrojarme al espacio. La fe que había juntado en mi imaginación ahora la junté en la boca y dije entre dientes: "uno, dos...".Al decir "¡tres!" me arrojé al espacio, abrí los ojos y me reí, feliz, feliz, parado en la loma de la hueta. Feliz porque ¿se dan cuenta? yo, sin moverme, ya había volado.
En Consenso de dos