La noche soplaba en el pasto escaso del páramo. No había ningún otro movimiento. Desde hacía años, en el casco del cielo, inmenso y tenebroso, no volaba ningún pájaro. Tiempo atrás, se habían desmoronado algunos pedruscos convirtiéndose en polvo. Ahora, sólo la noche temblaba, en el alma de los dos hombres, encorvados en el, desierto, junto a la hoguera sotitaria; la oscuridad les latía callada mente en las venas, les golpeaba silenciosamente en las muñecas y en las sienes.
Las luces del fuego subían y bajaban por los rostros despavoridos y se volcaban en los ojos como jirones
anaranjados. Cada uno de los hombres espiaba la respiración débil y fría y los
parpadeos de lagarto del otro. Al fin, uno de ellos atizó el fuego con la
espada.
- ¡No, idiota, nos delatarás!
- ¡Que importa! -dijo el otro hombre-. El dragón puede olernos a kilometros de distancia. Dios, hace frío.
Quisiera estar en el castillo.
- Es la muerte, no el sueño, lo que buscamos...
- ¿Por que? ¿Por que? ¡El dragón nunca entra en el pueblo!
- ¡Callate, tonto! Devora a los hombres que viajan solos desde nuestro pueblo al
pueblo vecino.
- ¡Que se los devore y que nos deje llegar a casa!
- ¡Espera, escucha!
Los dos hombres se quedaron quietos.
Aguardaron largo tiempo, pero solo sintieron el temblor nervioso de la piel de los
caballos, corno tamboriles de terciopeio negro que repicaban en las argollas de
plata de los estribos, suavemente, suavemente.
- Ah... -El segundo hombre suspiró-. Qué tierra de pesadillas. Todo sucede aquí. Alguien apaga el sol; es
de noche. Y entonces, y entonces, ¡oh, Dios, escucha! Este dragón dicen que
tiene ojos de fuego, y un aliento de gas blanquecino; se lo ve arder a traves de
los páramos oscuros. Corre echando rayos y azufre, que mando el pasta. Las
ovejas, aterradas, enloquecen y mueren. Las mujeres dan a luz criaturas
monstruosas. La furia del dragón es tan inmensa que los muros de las torres se
conmueven y vuelven al polvo. Las víctimas, a la salida del sol, aparecen
dispersas aquí y allá, sobre los cerros. ¿Cuántos caballeros, pregunto yo,
habránperseguido a este monstruo y habrán tracasado, como fracasare mos también
nosotros?
- ¡Suficiente te digo!
- ¡Más que suficiente! Aquí, en esta desolación, ni siquiera sé en qué año estamos.
- Novecientos años después de Navidad.
- No, no -murmuró el segundo hombre con los ojos cerrados-. En este
páramo no hay Tiempo, hay sólo Eternidad. Pienso a veces que si volviéramos
atrás, el pueblo habría desaparecido, la gente no habría nacido todavía, las
cosas estarían cambiadas, los castillos no tallados aún en las rocas, los
maderos no cortados aún en los bos ques; no preguntes cómo sé; el páramo sabe y
me lo dice. Y aquí estamos los dos, solos, en la comarca del dragón de fuego.
¡Qué, Dios nos ampare!
- ¡Si tienes miedo, ponte tu armadura!
- ¿Para qué? El dragón sale de la nada; no sabemos dónde vive. Se desvanece en la niebla;
quién sabe a dónde va. Ay, vistamos nuestra armadura, moriremos
ataviados.
Enfundado a medias en el coiselete de plata, el segundo hombre se detuvo y volvió la cabeza.
En el extremo de la oscura campiña, henchido de noche y de nada, en el corazón mismo del
páramo, sopló una ráfaga arrastrando ese polvo de los relojes que usaban polvo para
contar el tiempo.
En el corazón del viento nuevo había soles negros y un millón de hojas carbonizadas,
caídas de un árbol otoñal, más allá del horizonte. Era un viento que fundía
paisajes, modelaba los huesos como cera blanda, enturbiaba y espesaba la sangre, depositándola como barro en el
cerebro. El viento era mil almas moribundas, siempre confusas y en tránsito, una bruma en una niebla de la
oscuridad; y el sitio no era sitio para el hombre y no había año ni hora, sino sólo dos hombres
en un vacío sin rostro de heladas súbitas, tempestades y truenos blancos que se movían por
detrás de un cristal verde: el inmenso ventanal descendente, el relámpago. Una ráfaga de lluvia
anegó la hierba; todo se desvaneció y no hubo más que un susurro sin aliento y los dos hombres que
aguardaban a solas con su propio ardor, en un tiempo frío.
- Mira... -murmuró el primer hombre-. Oh, mira, allá...
A kilómetros de distancia, precipitándose, un cantico y un rugido, el dragón.
Los hombres vistieron las armaduras y montaron los caballos, en silencio. Un monstruoso ronquido quebró la
medianoche desierta, y el dragón, rugiendo, se acercó, y se acercó todavía más.
La deslumbrante mirada amarilla apareció de pronto en lo alto de un cerro, y en seguida, desplegando
un cuerpo oscuro, lejano, impreciso, pasó por encima del cerro y se hundió en un
valle.
- ¡Pronto!
Espolearon las cabalgaduras hasta un claro.
- ¡Por aquí pasa!
Los guanteletes empuñaron las lanzas y las viseras cayeron sobre los ojos de los caballeros.
- ¡Señor!
- Sí, invoquemos su nombre.
En ese instante, el dragón rodeó un cerro. El monstruoso ojo ambarino se clavó en
los hombres, iluminando las armaduras con destellos y resplandores bermejos.
Hubo un terrible alarido quejumbroso, y un ímpetu demoledor, y la bestia
prosiguió su carrera.
- ¡Dios misericordioso!
La lanza golpeó bajo el ojo amarillo sin párpado,
y el hombre voló por el aire. El dragón se le abalanzó, lo derribó, lo
aplastó, y el hombro negro lanzó al otro jinete a unos treinta metros de distancia,
contra la pared de una roca. Gimiendo, gimiendo siempre, el dragón pasó, vociferando,
todo fuego alrededor y debajo: un sol rosado, amarillo, naranja, con plumones suaves de humo enceguecedor.
- ¿Viste? - gritó una voz -. ¿No te lo había dicho?
- ¡Sí! ¡Sí! ¡Un caballero con armadura! ¡Lo atropellamos!
- ¿Vas a detenerte?
- Me detuve una vez; no encontré nada. No me gusta detenerme en este páramo. Me pone la carne de
gallina. No sé qué siento.
- Pero atropellamos algo.
El tren silbó un buen rato; el hombre no se movió. Una ráfaga de humo dividió la niebla.
- Llegaremos a Stokely a horario. Más carbon, ¿eh, Fred?
Un nuevo silbido, que desprendió el rocío del cielo desierto. El tren nocturno, de fuego y furia, entro en un barranco, trepó por una ladera y se perdió a lo lejos sobre la tierra helada, hacia el Norte, desapareciendo para siempre y dejando un humo negro y un vapor que pocos minutos después se disolvieron en el aire quieto.
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