"Luchando entre grandes nombres, aferrado a mentiras
sin pudor, saludando con penosa sonrisa el fin de su transparente impostura";
En España se leen cinco veces más libros
que en Argentina. Nosotros nos lucimos contando cuentos de gallegos y burlándonos
de su supuesta ignorancia, pero los que leen son ellos, y son ellos los que disponen de
una renta que supera a la nuestra en un ciento por ciento.
Decimos que los chilenos son pungas y los brasileños
macacos, pero el presupuesto dedicado a educación de estos países
es más alto que el nuestro y para disponer de los dineros que ellos destinan
a la investigación científica deberíamos duplicar las partidas.
Queda claro que si en este tema quisiéramos parecernos a los Estados Unidos,
tendríamos que multiplicar por quince el actual prespuesto.
En la Argentina sólo el tres por ciento de sus habitantes
lee los diarios, el resto prefiere los teleteatros y los partidos de fútbol. En
Europa la media de lectura de periódicos supera el quince por ciento y en
algunos casos trepa al veinte por ciento.
Los datos merecen citarse, porque explican desde un ángulo
privilegiado el atraso de la sociedad, su empecinada negativa a entender cuál es
la clave del progreso, el discurso mentiroso de la clase dirigente y la actitud resignada
y cómplice de las clases populares.
Nos enorgullecemos más de nuestra viveza que de
nuestra inteligencia, de nuestro instinto para sobrevivir que de nuestra voluntad
de superarnos, de nuestro talento para la picaresca que de nuestra cultura del trabajo.
Somos tan vivos que en los últimos cincuenta años hemos retrocedido
del primer mundo al tercero.
Somos el único país del mundo que se ha
des-desarrollado. Para 1940 la Argentina estaba por encima de Canadá y
Australia y superaba a España, Italia, Portugal y Grecia. Ahora estamos
más cerca de Africa que de Europa. Basta con ir a una cancha de fútbol
o contemplar una manifestación popular para darnos cuenta de que nos hemos
latinoamericanizado en el peor sentido de la palabra y, lo peor de todo, es que
además estamos contentos de que así sea, porque estas conductas expresarían
ese inefable ser nacional que aman con devota pasión nacionalistas, populistas
y clericales.
A principios de siglo éramos la sexta potencia del
mundo, ahora estamos en el puesto 38 y hacemos todos los esfuerzos posibles para seguir
retrocediendo. Hubo una época que echábamos culpa de nuestros males
a las oligarquías, al imperialismo, a las sinarquías internacionales y
a la fatalidad del destino. Ahora empezamos a sopechar de que la culpa de estar como
estamos depende de nosotros y de nadie más que nosotros.
A mediados de la década del veinte, disponíamos
de una estructura de investigación científica racional, laica y con
inmensas posibilidades abiertas hacia el futuro. Los golpistas de la década infame
y los fascistas que los sucedieron en la década siguiente se encargaron de
desmontarla, reducirla a una caricatura y perseguir a sus principales creadores.
A Bernardo Houssay -por ejemplo- los cachiporreos de la CGU le
destruyeron el laboratorio; los ultramontanos que manejaban la educación
de entonces lo cesantearon y estuvieron a punto de meterlo preso, minetras que el
siniestro Apold se ocupaba de ocultar con las peleas de Gatica la noticia de que había
sido honrado con el premio Nobel.
A la ideología liberal, agnóstica y cientificista
de entonces le sucedio el pacto católico, conservador y reaccionario como muy
bien se encargaron de demostrarlo en recientes libros los historiadores Romero y Zanatta.
Desde entonces los intelectuales pasaron a sumar las listas de sospechosos y los
científicos las listas de exiliados. Un militar que era coronel y demagogo
ganó las elecciones de 1946 con la consigna "alpargatas sí, libros no".
Los obreros que se honraban de su independencia política y su desconfianza a
los poderes represivos del Estado, ahora desfilaban cantando "que viva la cana, que
viva el botón, que viva Velasco (Filomeno), que viva Perón".
Los obreros perdieron su sentido de clase para transformarse
en "grasitas", las luchas por mejores condiciones sociales dejaron de ser una
reivindicación clasista para presentarse como una dávida del líder.
La sidra y el pan dulce regalados por el "primer trabajador" y el "hada rubia"
afirmaron la imagen de que el bienestar del pueblo dependía de la voluntad
del líder y no de su propio esfuerzo. "Mañana es San Perón, que
trabaje el patrón" se transformó en algo más que una consigna,
para definir la nueva cultura de trabajo de las clases populares.
Conocemos el errático itinerario político
que recorrió la Argentina desde 1945 a la fecha; lo que se conoce menos es
la profunda y persistente contrarevolución cultural que fuimos sufriendo. El
facilismo, la resignación, el despercio a la cultura del trabajo, el rechazo
a los libros, la resitencia a pensar en términos que vayan más allá
de lo inmediato o de lo instintivo, se transformaron en antivalores que tiñeron
la totalidad de nuestra vida cotidiana.
Las palabras individualismo, libertad, intenligencia
empezaron a ser miradas con desconfianza sorna y desprecio. Pensar por uno mismo,
decidir con la mayor información posible y proponerse crecer intelectual
y económicamente, fueron valores cuestionados por izquierda y por derecha.
Para unos eran burgueses, para otros sospechosos, pero ambos coincidían en
su rechazo al individualismo liberal, su nostalgia por un pasado primitivo y su
indisimulado amor a los regímenes autoritarios y paternalistas.
El retroceso y la decadencia puede apreciarse con más
nitidez desde lo cotidiano. Las bibliotecas dejaron de ser espacios privilegiados
de las clases populares para ser desplazados por el fútbol y las murgas.
A principios de siglo un obrero se enorgullecía de sus lecturas y la clase
media se jactaba de sus bibliotecas privadas. Hoy la cultura es avasallada por el
consumo de baratijas y la Mona Jiménez, el Potro Rodrigo, Pocho La Pantera
o la Bomba Tucumana son los grandes fenómenos convocantes.
Mientras tanto el libro fue desplazado por la televisión,
las ideas por las consignas y la música por el chingui chingui. En todos los
casos lo que predomina es la resistencia a pensar y el rechazo a todo lo que sea
exigencia. Basta con observar el comportamiento de las multitudes en una cancha de
fútbol, en una manifestación callejera o a la salida de un recital
para darse cuenta de la velocidad con que estamos regresado a la barbarie.
Insisto en la cuestión de los libros porque queda
claro que una sociedad que no lee o lee poco, es una sociedad que renuncia, nada
más y nada menos, que a pensar. La subestimación o el franco rechazo
a la lectura explica el deterioro del sistema educativo y los bajos sueldos de
maestros y profesores. En la Argentina la educación está en crisis
porque en las bases mismas de la sociedad se acepta de hecho que la educación
no es importante. Por su lado la clase dirigente participa de este consenso
generalizado, y si bien de la boca para afuera habla de prioridad estratégica
de la educación, en los hechos nada hace por ella.
En otros niveles se reconoce formalmente la importancia
de la educación, aunque en realidad se valoran más los títulos
que el saber. Como muy bien lo decía mi profesora Angelita Romera Vera, las
universidades están dejando de ser centros del saber, lugares de creación
y divulgación del conocmiento, para transformarse en vulgares escuelitas
fabricantes de títulos.
En esta Argentina chanta y tramposa -que a sus hazañas
culturales ahora agrega el antecedente de haber inventado la única guerrilla
trucha del mundo- la cultura no sirve, es mal vista o es confundida con su variante
formal, es decir con el diploma, que en ese contexto se parece más a los
títulos nobiliarios del medioevo que a certificados que habilitan un conocimiento
siempre completo.
No voy a decir que con educación se come y se viste,
pero sí creo que un pueblo ignorante o una sociedad iletrada está
fatalmente condenada al atraso y miseria. Por el contrario, los pueblos cultos, las
comunidades donde se valoriza el saber, y por lo tanto la lectura, son sociedades
que crecen, progresan y humanizan sus relaciones sociales.
"Crónica política" del diario El Litoral.
Domingo, 9 de abril de 2000.
J.Conrad
* licenciado en historia, vive en Santa Fe, Argentina.