Sobre nuestra hibridez
(Ernesto Sábato)


Estamos atravesando una fase de enjuiciamiento general: desde nuestras instituciones políticas y sociales hasta nuestra literatura, todo está siendo analizado, elogiado, rechazado o hasta vituperado con iracundia. De un período de jactanciosa e irresponsable suficiencia, que quizá podamos considerar terminado en 1930 - fin de toda una era en el espíritu nacional -, pasamos luego a un período en que nada nos pareció bueno, en que llegamos a la conclusión de que aquí no había nada que fuese auténtico ni verdaderamente argentino: todo era postizo o prestado, apócrifo o producto de la mistificación.

    No tengo la necia convicción de que procesos históricos, por supuesto, reconozcan un comienzo o un fin tan preciso, con una fecha tan determinada. Cuando en los textos escolares se dice que en 1917 se produjo la Revolución Rusa se está enunciando algo que desde cierto punto de vista es correcto, pero que desde un punto de vista más profundo es completamente esquemático: complejísimos y oscuros hechos precedieron ese estallido en meses, años y hasta décadas. Esto que vale para un cataclismo sociológico como el de la Revolución Rusa vale para cualquier proceso histórico, y también es aplicable a nuestro caso. He dicho 1930 porque en aquel año se hizo visible el comienzo de una gran crisis nacional, con graves resonancias políticas, sociales, económicas y espirituales. Y las grandes crisis, en las naciones como en los seres humanos, no son únicamente portadoras de males: sirven para poner en tela de juicio todos los valores, para poner las cosas en su debido lugar. Sirven, en otras palabras, para que las naciones y hombres entren en su madurez: ni todo era tan bueno, como imaginábamos en nuestra inexperta niñez; ni tan malo como concluíamos en las siempre tenebrosas negaciones de la adolescencia lastimada:

Herida por un sable sin remaches,
ves llorar la Biblia contra un calefón,

murmuraba dolorosamente el gran Discépolo en algún cafetín de Buenos Aires, mirando hacia la calle durante aquella dramática década del año 20.

    No es que imaginemos ahora, con inverso candor, que el mundo y particularmente nuestra patria no sean tristemente imperfectos. Es que ahora somos lo bastante maduros para aceptar y asumir esa dura condición de la existencia; y para saber que las más hermosas obras de la humanidad no fueron hechas por hombres perfectos como dioses (¿qué mérito tendrían?) sino por seres imperfectos, agobiados por la desdicha, propensos a la ira o a la injusticia, al rencor o a la flaqueza. No hazañas realizadas por Prometeo sino por mortales, efímeros y frágiles hombres como Beethoven o Bolívar.

    Aceptar esta dura, pero trágicamente bella, condición de la existencia es aceptar la vida contra la muerte. ¿A qué otra cosa puede llamarse madurez?
Pienso que es precisamente eso lo que nos está ocurriendo como nación, y no a pesar de la crisis que atravesamos sino como consecuencia de ella. Y así nos encontramos intentando elaborar la síntesis de aquellas actitudes opuestas pero igualmente erróneas: sin la jactancia infantil de otro tiempo, pero también sin los sentimientos de inferioridad que luego nos dominaron, los argentinos empezamos a advertir que nuestra nación tiene una cultura propia, una literatura y una pintura que no sólo se ha colocado entre las más importantes del mundo sino que tiene sus propias peculiaridades y representa o describe nuestra realidad; indicio capital para el interrogante que nos acucia, porque los artistas son invariablemente los más sensibles instrumentos para registrar los murmullos casi secretos de una comunidad.

    Así como el conocimiento de uno mismo se obtiene a través de los otros (a través de sus afectos o sus odios, de su aceptación o de su rechazo), así también las esencias nacionales se vean advirtiendo en un complejo periplo por tierras extranjeras. No es, pues, mera consecuencia del esnobismo que aquí aceptemos a un artista después de su consagración en otras partes; o por lo menos no siempre es consecuencia del esnobismo. es una piedra de toque, ya que lo que resulta universal es porque está profundamente enraizado en un lugar y una época, es decir, en una nación (piénsese en lo español que es el Quijote y en lo ruso que es Raskolnikov).
    En parte por esa consagración mundial de nuestros valores, en parte porque nuestra misma crisis de madurez nos está forzando a interrogarnos sobre lo que somos o querríamos ser, lo cierto es que nuestro país produce en estos momentos un formidable florecimiento de sus artes. Y es muy significante que no sólo el pueblo se haya lanzado sobre la expresión más humilde pero también más entrañable de una nación: la música popular; también se han lanzado sobre ella sus intelectuales más destacados. Todos parecemos buscar lo nacional con frenesí, y hasta el pesimismo o el rencor que suele acompañar a esta búsqueda también es, de modo inverso, una prueba de nuestra autenticidad y de la gravedad de esa búsqueda. ¿Qué mejor signo para una patria? Es justamente este tumultuoso hecho el que más fe me despierta en el destino de la nación.

    Golpeados fuertemente por el carnaval carioca o por la tipicidad de un conjunto mexicano, los extranjeros suelen sostener que la Argentina es un país sin "carácter"; y, lo que es mucho más grave, muchos argentinos terminan por creerlo, con esa propensión que nos caracteriza en estos últimos tiempos a ver únicamente nuestros defectos. Es una grave falacia.

    Cuando oímos una música de marcada melodía, advertimos instantáneamente sus encantos, podemos canturrearla sin. esfuerzo y más de uno nos dirá, con superficial suficiencia, que esa música tiene "carácter", porque es fuertemente reconocible. Se requiere, en cambio, mucha frecuentación o una sensibilidad muy alerta y profunda para reconocer una música como la de Brahms, sus armonías sutiles, sus recónditas bellezas. Pero una vez que nos toma, no la olvidamos jamás.
    Con nuestro paisaje y con nuestra condición pasa algo semejante. Consideremos el "problema" de la Pampa: para un observador superficial parece un paisaje amorfo y anodino, uniforme y aburrido; algo así como la representación de la Nada. ¿Cómo compararlo, por ejemplo, con la espectacular belleza de la b bahía de Río? Pero Guillermo Enrique Hudson, en su ancianidad, se iba a sentar sobre un peñasco, allá en Inglaterra, mirando hacia las remotas pampas de su infancia: hasta su muerte añoró sus sutiles atardeceres, sus sudestadas, sus lagunas y pájaros, sus cañadones y pajonales. Y lo mismo podría decirse de la casi inasible y melancólica belleza de un estilo o una cifra.

    Hay, pues, una oculta complejidad que no es fácil advertir en un primero muy superficial encuentro con nuestro paisaje externo o con nuestra realidad interior.

    Pero hay otro factor, y es la gran diversidad de la nación, como consecuencia de las distintas herencias culturales y de la extensión del territorio. Así, hacia el noroeste, los restos de las antiguas civilizaciones incaicas o aimaraes ofrecen una tonalidad muy distinta a la que en el noreste tiene la cultura guaraní o la araucana en el sur. Diversidad espacial que luego es complicada con la que produjo la gigantesca inyección inmigratoria, de trascendentales resultados en el orden étnico, lingüístico y musical, sobre todo en la región del Plata: basta pensar en el tango.

    ¿Es fatal esta diversidad para la nación? ¿Es cierto que impide o complica nuestra unidad y la formación de un carácter nacional bien definido? Sería muy poco inteligente negar la legitimidad de estas dudas. Pero aun sería menos inteligente ver en esta complejidad nada más que desventajas. Es más fácil construir un soneto impecable que lograr una vasta novela. Pero es precisamente esta "impureza" de la novela la que le da mayor trascendencia, pues es signo y efecto de su complejidad. Empecemos por admitir, pues, que es preferible ser extensos que limitados, variados que uniformes. Pero, aun en tales condiciones, me atrevo a afirmar que de este aparente caos está surgiendo algo sorprendentemente definido. Basta a veces observar cómo y qué come una persona en Nueva York o en París para saber que es argentino. No digo nada si baila un tango o si comienza a hablar. Pues es hora de decir, ya que hasta hoy lo hemos tomado como una muestra de inferioridad, que el idioma que se habla en esta región del imperio idiomático de Castilla (y no me refiero al lunfardo sino al lenguaje del argentino culto) tiene un "carácter" tan neto y tan resistente que no han podido doblegarlo las amenazas de la Academia ni las penalidades escolares del Ministerio. Y resta todavía una prueba de la potencia de nuestra tierra: el hijo de un japonés o de un sirio es argentino hasta la médula de los huesos, aun en sus defectos más notorios. Y no es un azar que el nacionalismo aquí esté lleno de nombres como Scalabrini, Mosconi o Jassen. Cualquiera sea la explicación que a este hecho le busquen los sociólogos y psicólogos, seguirá siendo un hecho; y, como tal, duro e insobornable.

    Fracturada la primitiva realidad hispanoamericana en esta cuenca del Plata por la inmigración, sus habitantes venimos a ser algo dual, con todos los peligros pero asimismo con todas las ventajas de esa condición: por nuestras raíces europeas, vinculamos de modo entrañable el interior de la nación con los perdurables valores del Viejo Mundo; por nuestra condición de americanos, a través del folklore interior y el viejo castellano que nos unifica, nos vinculamos al resto del continente, sintiendo de algún modo la vocación de aquella Patria Grande que imaginaron San Martín y Bolívar, y que las condiciones de nuestro tiempo están ya imponiendo hasta por motivos económicos. En épocas superadas, la vertiente europea nos hizo olvidar y a veces menospreciar la vertiente latinoamericana. Pero, ahora, en esta crisis de la madurez, estamos comprendiendo que nuestra realidad es dialéctica, y que es tan fatal, e inútil, negar la condición de latinoamericanos como la estirpe europea. Acaso sea esta dualidad la que da a los argentinos esa inquietud y esa angustia por el destino de la patria; pero también tanta riqueza espiritual y tanta complicación mental, tanta sutileza y tanta posibilidad histórica. Ha llegado así el momento de asumir este destino doble pero rico, difícil pero fértil. En la literatura se lo ha asumido ya plenamente, y pienso que también se lo está haciendo en otros órdenes de la creación.

    Quizá nada mejor que el tango revele esa fractura rioplatense y esa condición bifronte. No es de extrañar que este fenómeno - el más original que hemos producido - haya sido repudiado por algunos argentinos viejos, que, con desprecio y un poco de rencor, lo consideraron como una ex-creencia del arrabal porteño, no como algo hondamente argentino. En esta reacción había motivos: era tan doloroso para el gringo soportar el rencor del criollo como para éste ver su patria invadida. Y así, cuando Ibarguren sostenía que el tango no es argentino estaba diciendo parte de la verdad, pero estaba deformando el resto por la pasión que lo perturbaba. Porque si es cierto que esta música surgió del hibridaje arrabalero, es falso, en cambio, que no sea argentino; ya que, para bien y para mal, no hay pueblos platónicamente puros, y ]a Argentina de hoy es la suma de sucesivas invasiones, principiando por la que llevaron a cabo hace algunos siglos españoles como Ibarguren.

    Negar la argentinidad del tango es acto tan patéticamente suicida como abolir la existencia de Buenos Aires, ciudad híbrida por excelencia, típico engendro del aluvión inmigratorio en la tierra madre que lo acogió, y por lo tanto dolorosamente representativa de la nación que ahora tenemos. Siempre es doloroso para alguien que la historia sea, como decía William James, novedosa y cambiante, y como consecuencia propensa a la confusión. Pero también es eso lo que la hace tan apasionante y por añadidura fecunda. Porque, aparte de ser casi inevitable, el hibridaje es siempre fertilizante: bastaría pensar en el gótico, que al fin de cuentas resultó de la invasión de un antiguo imperio refinado por bárbaras tribus que tomaban cerveza en el cráneo de sus enemigos; o en esa portentosa música que nació en las plantaciones esclavistas de los Estados Unidos, por el entrecruzamiento de ritmos negros con corales luteranos y canciones populares de Escocia e Irlanda. ¡Bellísimos resultados a partir de turbios orígenes! No menos turbios que los de este tango argentino que resiste, y seguramente seguirá resistiendo, el paso del tiempo, como es característico de las creaciones profundas. ¿Y acaso - para rebatir ahora a Ibarguren hasta en su propio terreno - no son las venerables danzas folklóricas de la vieja Argentina hijos mestizos que los bailes cortesanos de España engendraron en la tierra americana?

    Quedémonos tranquilos, pues: nada hay en la historia que sea estrictamente original ni completamente autóctono. Ni siquiera aquellos olímpicos dioses griegos que algunos suponen el paradigma de la pureza racial y cultural: estaban "contaminados" de religiones foráneas.
    Y si nuestro folklore nació de una fecundación europea, entonces el tango no tiene sino la desventaja (académica) de un par de siglos menos de edad. Lo que, claro, para ciertos espíritus puristas es una condición desfavorable, ya que sólo respetan lo antiguo y a veces, lo que es mucho peor, lo meramente envejecido. Para esa clase de personas, la música folklórica puede considerarse "autóctona" y "realmente" argentina (las comillas son filosóficamente inevitables), mientras que el tango ni es auténticamente nacional ni es realmente argentino, ni es folklore. Pero si folklore es sólo lo antiguo y anónimo ¿qué sería de una zamba de Leguizamón? Debería ser relegada a un territorio de apátridas, sin calificación ni destino. Y debemos desestimar de una buena vez estos bizantinismos si queremos valorar seriamente las creaciones de nuestro pueblo.

    Lo real y positivo es que hoy son tan auténtica y representativamente argentinos el criollísimo Gustavo Leguizamón como el porteñísimo hijo de italianos Enrique Santos Discépolo. De este hecho que creo invulnerable debemos partir para juzgar, sentir, amar y construir nuestra patria. Con muchas virtudes e incontables defectos, sobre esa base está hoy edificada y no debemos cometer la innobleza (y la necedad) de atribuir sus deméritos a la sangre que no nos gusta.

En La cultura en la encrucijada nacional


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